El Ciclo de la Puerta de la Muerte 04 - El Mago De La Serpiente by Margaret Weis & Tracy Hickman

El Ciclo de la Puerta de la Muerte 04 - El Mago De La Serpiente by Margaret Weis & Tracy Hickman

autor:Margaret Weis & Tracy Hickman
La lengua: spa
Format: mobi
Tags: Fantasía Épica
editor: Timun Mas
publicado: 2011-11-18T09:58:17+00:00


CAPÍTULO 18

SURUNAN CHELESTRA

La biblioteca de los sartán se convirtió para Alfred en una obsesión que lo perseguía como el fantasma de un cuento de viejas. Alargaba su fría mano para tocarlo y despertarlo en plena noche, lo atraía con un gesto de su índice, tratando de llamarlo a lo que sería su perdición.

—¡Tonterías! —se decía entonces y, dándose la vuelta, intentaba expulsar al fantasma enterrándolo en un sopor agitado.

Aquello daba resultado durante la noche, pero la sombra no desaparecía con la luz de la mañana. Alfred se sentaba a desayunar y fingía comer, pero en realidad no hacía sino recordar a Ramu mientras examinaba aquel compartimento. ¿Qué contenía, para que sus hermanos sartán lo guardaran tan celosamente?

—Curiosidad. No es más que curiosidad —se regañaba a sí mismo—. Samah tiene razón. He vivido demasiado tiempo entre los mensch. Soy como esa muchacha de los cuentos de fantasmas que el ama de Bane solía contarle al chiquillo. Esa muchacha a la que le dijeron: «Puedes entrar en todas las estancias del castillo excepto en la sala cerrada con llave que hay en lo alto de la escalera». ¿Y qué hizo ella? ¿Contentarse con las otras ciento veinticuatro salas del castillo? No; la muchacha no comía ni dormía, y no encontró descanso hasta que logró irrumpir en la estancia prohibida. Eso es lo que estoy haciendo yo: obsesionarme con la habitación del final de la escalera. Pero me mantendré a distancia de ella. No pensaré más en ella. Me contentaré con las demás habitaciones, con las salas repletas de tantas riquezas. Y seré feliz. Sí, seré feliz.

Pero no lo era. Cada día que pasaba se sentía más desdichado.

Trató de ocultar su inquietud a sus anfitriones y lo consiguió; al menos, eso fue lo que Alfred quiso imaginar. Samah lo observaba con la concentración de un geg que, pendiente de una válvula de vapor de la Tumpa-chumpa defectuosa, se preguntara cuándo reventaría. Intimidado por la presencia apabullante y atemorizadora de Samah, retraído por la certeza de haber cometido un desliz, Alfred se mostraba sumiso y asustado en presencia del Gran Consejero y apenas era capaz de alzar la vista hasta el rostro severo e implacable de Samah.

En cambio, cuando Samah no estaba en la casa —y pasaba ausente mucho tiempo, ocupado en asuntos del Consejo—, Alfred se tranquilizaba. Orla solía quedarse con él para hacerle compañía, y el fantasma que lo acechaba resultaba mucho, menos perturbador cuando Alfred estaba con Orla que en las escasas y breves ocasiones en que se quedaba solo. En ningún momento se le ocurrió extrañarse de que casi nunca lo dejaran a solas, ni le pareció raro que Orla no participara en los asuntos del Consejo. Alfred sólo sabía que la mujer era muy amable al dedicarle tanto tiempo, y pensar en ello lo hacía sentirse aún más desdichado en las ocasiones en que reaparecía el fantasma.

Un día, Alfred y Orla se encontraban sentados en la terraza de los aposentos de ésta. Orla estaba ocupada entonando en voz baja unas runas de protección sobre la tela de una de las túnicas de Samah.



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